El reciente fallecimiento del expresidente peruano Alberto Fujimori, a los 86 años en su hogar en el sureste de Lima debido a complicaciones de un cáncer de lengua, abre de nuevo el debate sobre su compleja herencia política en el país. Su legado está marcado por una profunda división: por un lado, su lucha contra el terrorismo y la promoción del crecimiento económico; por otro, las acusaciones de violaciones a los derechos humanos durante su gestión.
La mañana del jueves, un cordón policial rodeó la residencia donde Fujimori pasó sus últimos momentos, mientras decenas de seguidores se congregaban para rendirle homenaje. Su féretro fue llevado en hombros hacia el coche fúnebre, acompañado de cánticos y pancartas que expresaban admiración. Isabel Pérez, enfermera de 56 años, sostenía un cartel que proclamaba: “¡Es el mejor presidente que ha tenido Perú!”, mientras que Elizabeth Martínez, de 61 años, lo tachaba de “autoritario”. En medio de ese clima polarizado, el gobierno peruano declaró tres días de duelo nacional, y los restos de Fujimori serán velados en el Ministerio de Cultura, antes conocido como el Museo de la Nación. Esta decisión ha desencadenado un amplio debate en el país, reflejando la controversia que rodea su figura.
Fujimori gobernó Perú desde 1990 hasta el 2000, tiempo en el cual se le atribuyen logros significativos en la lucha contra las guerrillas de izquierda y en la estabilización económica del país. Sin embargo, su periodo también estuvo salpicado por graves acusaciones de violaciones a los derechos humanos. En 2007, fue condenado por crímenes de lesa humanidad, tales como secuestro, desaparición forzada y homicidio, siendo los casos más notorios las masacres de Barrios Altos y La Cantuta, donde un escuadrón militar ejecutó extrajudicialmente a 25 personas.
Aunque pasó 16 años en prisión, Fujimori recibió un indulto humanitario en diciembre de 2022 que conmutó su condena de 25 años. Este indulto generó una intensa polarización en la opinión pública y fue considerado por muchos de sus detractores como un “arreglo político”. A pesar de su deterioro de salud, continuó siendo una figura influyente en la política peruana, con su hija Keiko sugiriendo que su padre podría postularse en las elecciones generales de 2026.
El legado de Fujimori también está ligado a su estilo autoritario. En 1992, disolvió el Congreso y convocó una asamblea para reformar la Constitución, lo que le permitió ser reelegido en 1995 y 2000, consolidando su reputación de líder autoritario y provocando un fuerte rechazo en varios sectores de la sociedad.
Un episodio significativo de su mandato fue la crisis en la embajada japonesa en Lima en 1996, cuando el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru tomó control del edificio. Fujimori ordenó una operación de rescate que resultó en la muerte de 14 asaltantes, un rehén y dos militares, y recibió elogios del gobierno japonés por su valentía en la liberación de los rehenes.
En noviembre de 2000, ante crecientes acusaciones de corrupción y violaciones a los derechos humanos, Fujimori huyó a Japón, donde permaneció durante cinco años antes de trasladarse a Chile. En 2007, regresó a Perú tras ser extraditado por autoridades chilenas. A lo largo de su vida, su figura ha suscitado intensas disputas, y las opiniones sobre su impacto en la historia del país siguen estando profundamente divididas.
El expresidente peruano Pablo Kuczynski ha reconocido tanto los logros de Fujimori en la lucha contra el terrorismo y la estabilización económica, como los problemas asociados a su mandato, incluyendo el golpe de abril de 1992. Kuczynski afirmó que el balance final de la era Fujimori “será determinado por la historia”.